Vivimos un tiempo curioso en el que nunca se ha hablado tanto sobre propósito en el universo de las marcas y nunca ha sido tan difícil confiar en lo que dicen. Campañas emocionantes, manifiestos llenos de buenas intenciones, compromisos con causas sociales, ambientales, culturales, todo parece impecable. Sin embargo, basta mirar un poco más profundo para percibir la descoordinación entre el discurso y la práctica. Y es justamente ahí donde reside el problema: branding no es discurso, es coherencia. Actualmente, las marcas quieren parecer humanas, sostenibles, innovadoras y diversas. Pero no siempre están dispuestas a sostener esos valores cuando eso exige renuncia, revisión de procesos o pérdida de ganancias. Lo que se ve con frecuencia es el rendimiento de un propósito que desaparece en la rutina diaria, donde ocurre la verdadera prueba.
Sin embargo, el público no es ingenuo. Según el Edelman Trust Barometer 2023, el 71% de los consumidores dicen que perderían la confianza en una marca que no actúe de acuerdo con sus valores declarados, aunque tenga buenas intenciones. Además, el 64% afirma que sus decisiones de compra están guiadas por los valores de las empresas. Es decir, la confianza no se conquista con frases de efecto. Está construída com escolhas consistentes, muitas vezes invisíveis aos olhos do consumidor, mas profundamente reveladoras.
El verdadero branding sucede cuando nadie está mirando, es decir, cuando una atención falla y la empresa responde con empatía, en el momento en que una crisis interna requiere coraje y transparencia o cuando surge la oportunidad de lucrar, pero la ética llama al lado opuesto. Son en esos momentos silenciosos y cotidianos donde la marca se revela o se contradice. Kantar, en su informe BrandZ Global 2022, refuerza esto al mostrar que las marcas percibidas como auténticas y confiables crecen hasta tres veces más en valor que aquellas que solo mantienen una buena comunicación. Por lo tanto, no se trata de estética o visibilidad, sino de integridad en cada punto de contacto con el público, con los colaboradores, con la sociedad.
Así, la nueva marca no comienza con un logotipo. Comienza con preguntas difíciles: “¿Quiénes somos?”, “¿Por qué existimos?”, “¿En qué creemos tanto que no estamos dispuestos a negociar?”. Estas respuestas no caben en un eslogan, pero definen culturas enteras. Ellas son las que guían el marketing, moldean decisiones e inspiran al equipo, incluso (y especialmente) cuando no hay campaña en marcha. Una marca de verdad comunica valor incluso en el silencio. Incluso ante el error, honra principios. Incluso bajo presión, no cede a la incoherencia. Y cuando eso sucede, el público lo percibe, de la misma manera que percibe cuando la narrativa no se sostiene.
Al final, el branding se trata de integridad. Se trata de la promesa que una marca hace, y del compromiso diario, a menudo invisible, arduo e incluso impopular, de cumplirla. Cada interacción con el público es una prueba de esa integridad. Y esa prueba no se vence con frases de efecto, sino con actitudes consistentes. Es decir, la marca no es lo que se dice con el micrófono encendido; es lo que se confirma cuando nadie está mirando.